Me enamoré de su ropa tendida; de la colada que colgaba de las cuerdas los domingos y miércoles; de la alegría que invadió el edificio desde que aquellas prendas comenzaron a tenderse en la azotea. Los domingos ropa de color, los miércoles, blanca.
Me enamoré de aquellos pijamas, colocados al lado de las sábanas como si les costara despedirse de ellas, como si buscaran el olor de las noches que habían compartido.
[...] La azotea se llenó de pinzas que combinaban con cada una de las prendas, rojas para aquellas en las que predominada el rojo, verdes para las verdes, amarillas, moradas, turquesas...
[...] La veía desde la ventana de mi despacho. Siempre me había gustado aquel paisaje de antenas y de chimeneas contra aquel trozo de cielo que antes había considerado sólo mío, y que empecé a compartir dos veces en semana.
Lloré cuando se tiñieron de negro las faldas y las blusas, y las pinzas se transformaron en sobrios enganches de madera unidos por un muelle. Me alivié cuando volvieron los dibujos de colores y las pinzas a juego. La eché de menos cuando desapareció cuatro miércoles de verano, con sus cuatro domingos, y la terraza ardió más tórrida que nunca.
[...] Viví con ella un año entero, pero nunca me atreví a salir a la azotea. Hasta que un miércoles, se soltó una de las pinzas azules de sus sábanas. El viento la zarandeaba como si quisiera vengar alguna ofensa, furioso y enloquecido. Hasta que la otra pinza también saltó por los aires.
Llegué antes de que aquella blancura rozase el suelo. La cogí, la dejé en su lugar, la sujeté con la misma pinza que su compañera de cama, y salí de allí a toda prisa.
El jueves por la mañana, las cuerdas estaban vacías, pero en el espacio que había ocupado la sábana, reinaban siete pinzas de colores. Desde entonces salí a la terraza muchas veces. Cada día cambiaba alguna pinza, una mía por una de las suyas. A la mañana siguiente siempre tenía mi respuesta, siete pinzas distintas cada día.
Nunca ví a su dueña, ni siquiera cuando una tarde escuché sus pasos a deshora, y sentí su presencia al otro aldo de mi ventanal. No me giré a verla, ni quise dejar de imaginarmela pequeñita y redonda. Al fin y al cabo, yo sólo me había enamorado de su ropa, tendida en la soledad de mi azotea.
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Pd: Vecina de arriba, siento mucho haber tenido que poner foto de tu ropa tendida.